Hablaré algo de la superación
personal y su gran enemigo: la depresión. Parece que en la actualidad, todos
quieren ayudar al prójimo con las mejores recomendaciones del mundo, en libros,
periódicos, revistas, la radio y la televisión. Las librerías tienen anaqueles
y anaqueles que orgullosamente llevan el letrero de «Superación personal» o en
inglés «Self-improvement». Tal vez las intenciones sean buenas, pero muchos
artículos no llevan más que un fuerte interés económico propio, y la pregunta
sigue subsistiendo: Cuando después de haber leído tales artículos o libros... ¿realmente
usted habrá logrado vencer a la adversidad y sentirse el rey de la creación?
...Pero qué bueno que además de ello, contamos con doctos psicoterapeutas y el
dichoso medicamento «Prozac».
Pensando en los diferentes
avatares en que se presentan las condiciones humanas, creo que es importante
llegar, sin rodeos, al meollo de lo que es el pesimismo. Hagamos una
distinción.
Hay dos clases de
contrariedades en la vida. La primera es la pena imposible de componer. Puede
ser la muerte de un ser querido, un divorcio o la pérdida de un empleo. El
efecto en uno puede tener el tamaño de una calamidad. La depresión o el sentido
de impotencia frente a tal clase de pena profunda podría ser enorme.
¿Qué hacer?
Cuando un ser querido pasa a
mejor vida, la manifestación empática de los demás, en general, es siempre bien
intencionada pero, en muchos casos, no se llega a compenetrar en los sentimientos
íntimos de la persona afligida. La gran pena, la lleva uno en su corazón por
mucho tiempo o hasta para siempre. En vista de que cada uno asimila una gran
pena de acuerdo con su carácter personal, el pariente o el amigo, que quiere
extenderle la mano de ayuda, se siente a menudo incapaz. A la persona muy
afligida, le podemos desear fuerza o resignación, pero los sentimientos de uno
a otros son tan distintos, que en vano nos esforzamos para tender un puente de
entendimiento. Hay seres que lloran tres días y tres noches y experimentan así
una clase de catarsis, para asimilar la tristeza. Es una forma de purificación.
Otros se encierran en una reflexión callada; un tercero se vuelve hiperactivo y
un cuarto busca las más variadas distracciones para combatir los malos
espíritus, para decirlo así. Por ello es tan difícil consolar a un prójimo, cuando
tiene que enfrentarse a una situación inevitable. Generalmente se dice que el
«tiempo» es la mejor medicina, y hay mucha verdad en tal máxima.
Pero ¿qué pasa en caso de
que la pena no es más que un contratiempo más o menos grande, pero remediable?
Pensemos en un malestar
pasajero, una gripe, una disputa con otra persona, una reprimenda recibida, un
problema que podría ocurrir pero que todavía no se ha materializado, un simple estado
de pesimismo, una hipersensibilidad por algo que no es más que un detalle, un
agotamiento físico o moral... Abundan las situaciones de este tipo, y aun
cuando sea reparable, la tristeza o el «estrés», el efecto en ese momento,
puede ser de igual consecuencia desastrosa que, por ejemplo, la muerte de un
ser querido.
Especialmente en esta
situación, el hombre debe recurrir a sus valores, poner en una balanza lo
positivo y lo negativo y sacar adelante todo su ser. Es fácil decir, pero con
frecuencia es casi imposible seguir luchando por la vida.
Llegamos a la palabra esencial
de este artículo: que es «lucha». Desde luego no me refiere a la violencia
física, sino a la lucha intelectual, la lucha moral.
Para combatir un mal, lo
primero que hemos de cuantificar es nuestra energía, que es otro concepto
básico dentro del cuadro. A pesar de que todos sabemos qué es, no logramos
manejar nuestra «energía», a pesar de que todos los libros de «Superación
personal» señalan que nosotros mismos podemos incrementar la energía a niveles insospechados,
casi por autosugestión. Se comprende que un futbolista lastimado en la rodilla,
puede curarse mejor, continuando sus ejercicios para mantenerse en óptima
condición física. También intelectual o moralmente, un hombre mediante el
autoanálisis, es decir, acudiendo a los valores que están dentro de su ser, es
capaz de vencerlo todo. La mayoría de nosotros contamos con muchos más valores
de lo que pensamos. Sólo es cosa, de identificarlos.
Uno de tales valores es el
sentido del humor. No para todo el mundo, el sentido del humor es un valor
positivo. Particularmente el hombre judío ha sabido aquilatar el beneficio de
este sentido, en condiciones muy difíciles. La vida es una sarta de
contratiempos y éxitos. La clave está en reducir los contratiempos a su nivel
mínimo y multiplicar los éxitos por diez.
El sentido del humor pone
todo lo cotidiano en una perspectiva de relatividad, que se traduce en un
«desestresamiento» -un neologismo que se explica por sí solo-. Hay muchas otras
formas de «desestresarse». Unos recurren a la escritura de una novela, otros
buscan solaz en la bella música, se puede pintar, se puede hacer poemas y
también hay personas, como su humilde servidor, que buscan su bienestar en el
ajedrez. Pero invadiendo todo el ambiente, es el humorismo que, como la sal,
que da sabor a cualquier alimento insípido y, por lo tanto, nos «desestresa».
No resisto la tentación de
contarles un chiste, simple y tal vez conocido, pero si con ello le provoco al
lector una sonrisa, habré logrado el propósito de desenterrar uno de los
valores que aparentemente no tienen importancia, pero que a mi modo de ver,
ahuyenta los mil y un fantasmas que nos pueden acechar desde los rincones más tenebrosos
de la vida. Ahí va...
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Un hombre de edad avanzada
visita al psicoterapeuta.
-Dígame, ¿en qué puedo
ayudarle? -pregunta éste.
-Tengo un problema grave,
doctor -contesta.
-¿Está usted enfermo?
-No, no, nada de eso, se
trata de mi padre.
-¿Qué tiene su padre? ¿Qué
edad tiene su padre?
-Pues, tiene noventa y cinco
años.
-¿Noventa y cinco años? ¿Y
qué le pasa?
-Pues, le voy a explicar.
Cada vez que toma un baño de tina, se lleva al agua un osito de peluche.
-¿Y dónde está el problema,
dice el terapeuta -Me parece perfectamente comprensible que un hombre de noventa
y cinco años, lleve un osito de peluche al baño.
El otro, pegando con sus
puños sobre la mesa grita: -¡Pero el osito de peluche es mío, mío, mío!
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Espero que con este cuentecillo, de repente cambie su estado
anímico, de grave a ligero, y que le dé esa deseada energía para no tirar la toalla,
ni siquiera una servilleta.
Termino con una observación
bien intencionada: «Deben resolverse los problemas de día». En la noche el
«resolver problemas» es prácticamente imposible y el efecto negativo puede aumentarse:
el cansancio no le ayuda, la oscuridad le envuelve en un gran aislamiento. Por
ello, me permito aconsejarle, querido lector, que trate de resolver el problema
de día, cuando brilla el sol. ¡Estoy seguro de que lo logrará!
Fin de la aplicación de mis
gotitas de moralina, o como se dice, en lugar de la frase escueta: «Aplican
restricciones» diría «Aplican inyecciones».