Esta enfermedad causada por un virus mutante y taimado se conocía como influenza o gripe española; sin embargo aun cuando había asolado España, no se había originado allí. Su primera huella patente indicaba que había salido de los campamentos militares estadounidenses, sobre todo de Fort Riley, Kansas, a los puertos de embarco y de allí a los buques de transporte de tropas. De Fort Riley habían partido dos divisiones después de una epidemia primaveral de gripe que puso en cama a más de 1,100 soldados y mató a 46.
Este brote resultó ser un mero comienzo que se extendió a Francia y Flandes. La gran embestida de la gripe se produjo en el otoño de 1918, justo cuando los aliados comenzaban su última ofensiva en el frente occidental. El general John J. Pershing, comandante de las Fuerzas Expedicionarias estadounidenses solicitó todos los soldados disponibles, pero recibió la noticia de que la conscripción de octubre había sido cancelada debido a los intensos brotes de gripe registrados en los campamentos del ejército y en los puertos.
Pershing ganó la batalla de Argonne -en parte porque también el ejército alemán sucumbía a la gripe- pero a expensas de muchas vidas, tanto por la enfermedad como por la acción del enemigo: entre el lº de septiembre y el 11 de noviembre, murieron 35,000 de sus soldados en el campo de batalla o por causa de heridas, pero 9,000 perecieron debido a la gripe y la pulmonía y a éstos se añadieron 2,000 durante la primavera de 1919. Mientras tanto, cerca de 22,000 soldados morían en los campamentos del ejército o en los puertos al regresar a Estados Unidos.
La epidemia mató a unos 550,000 estadounidenses, casi diez veces más que los muertos en batalla durante la guerra. Aunque parecía que la gripe prefería asesinar a quienes tenían entre 20 y 40 años de edad, no tenía predilección por los soldados, sino que desde los campamentos del ejército y las bases navales se extendía a todos los rincones de Estados Unidos.
Tan atroz como su celeridad para extenderse era su celeridad para matar a los enfermos. En Washington, D.C. una asustada joven telefoneó a las autoridades para informar que dos de sus compañeras de cuarto habían muerto, otra estaba enferma y sólo ella estaba sana; cuando la policía se presentó a investigar, las cuatro estaban muertas. Y en Quincy, Massachusetts, tres hombres cayeron muertos en las calles en una sola tarde.
Ficha 2
La tragedia cundía y Filadelfia era una de las ciudades más duramente golpeadas: a finales de octubre tuvo 13,000 muertos de gripe. Nueva York tuvo 851 muertos en un solo día (23 de octubre) y durante la siguiente semana, en ella enfermaron en promedio 5,500 personas por día. La región del Oeste Medio quedó prácticamente paralizada; los mineros y los obreros enfermos, no podían surtir a tiempo los pertrechos de guerra. En esa última y terrible semana de octubre murieron 21,000 estadounidenses, la cifra de mortalidad semanal más alta de toda la historia de aquel país.
E.U. se debatía contra un enemigo invisible. Se probaron todos los medios de defensa. Idearon y usaron diversas vacunas, pensando que el villano era una bacteria. Aún faltaban años para que los investigadores se enteraran de que la gripe era causada por un virus y para que fuesen descubiertos los antibióticos.
Se tomaron estrictas medidas para evitar que la infección se propagara. Toda multitud era dispersada; los teatros, las escuelas, las tabernas y hasta las iglesias fueron cerrados en muchas ciudades. Se multaba a quienes escupieran en público, y en Nueva York se colocaron letreros en los que se amenazaba con multas y hasta con la cárcel a quien fuese sorprendido tosiendo o estornudando sin cubrirse la boca con un pañuelo. Entre las medidas preventivas más socorridas figuró el uso de tapabocas de gasa; desde Europa hasta Australia, la gente los usaba con la esperanza de evitar el contagio por las gotitas infecciosas. De muy poco servían, pues el virus podía atravesar fácilmente la gasa.
En Portland, Oregon, los conductores de ambulancias que atendían las llamadas de urgencia solían hallar abandonados en sus casas a los enfermos, pues sus parientes habían huido después de telefonear. En algunas ocasiones tuvieron que forzar las puertas para recoger los cadáveres que llevaban a la morgue -que ya estaba repleta- y amontonaban los cuerpos en pilas de tres o cuatro. El médico James P. Leake recordó: «la única forma de acomodar a los enfermos era tener a los agentes de pompas fúnebres esperando afuera: los vivos entraban por una puerta y por la otra salían los muertos».
No existieron fronteras geográficas, desde su probable lugar de origen (Fort Riley, Kansas) la gripe se extendió a todo el mundo. En la primera semana de noviembre 14,000 enfermos morían en Inglaterra; en el Ártico fueron aniquiladas aldeas enteras de esquimales y en África Central perecieron pueblos completos. En México hubo medio millón de muertos y 44,000 en Canadá. En Francia también murieron muchísimos griposos tanto soldados como civiles. La enfermedad saltó la Línea Hindenburg y asoló Alemania como compañera de la derrota y del hambre. También en Praga, Bucarest y Odesa se registraron cifras muy elevadas. Se calcula que Rusia perdió 450,000 personas durante la epidemia, Italia 375,000 y Gran Bretaña 228,000. Y aún faltaba la India. Como era de esperarse los decesos fueron abrumadores; los cálculos variaron enormemente, pero la cifra mínima fue de unos cinco millones.
Los más vulnerables entre todos los pueblos del mundo parecían ser los del Pacífico Sur, pues como habían estado aislados de todas las anteriores epidemias de gripe, no habían desarrollado ninguna defensa inmunológica. Los barcos de la marina estadounidense llevaron el virus a Guam donde murió 4.5% de la población, y a las Islas de la Sociedad donde perecieron más del 10% de todos los tahitianos. En Samoa Occidental se produjo la más alta devastación per cápita de toda la epidemia; un barco neozelandés infectado de gripe llegó al puerto de Apia, en la isla de Upolu, el 7 de noviembre de 1918 y para fines de ese año habían muerto de gripe 7,542 samoanos occidentales: 20% de toda la población.
En casi todo el mundo la monstruosa epidemia ya había causado sus peores estragos para fines de 1918, pero aún no había terminado. En marzo de 1919 murieron cerca de 4,000 personas en Londres y otras ciudades inglesas. La mortalidad durante esa primavera fue aún más alta en Alemania y todavía en 1920, una tercera oleada de la epidemia mató a 100,000 estadounidenses.
¿Podría otro mutante dar la vuelta al mundo antes de que fuese posible elaborar una vacuna que protegiera contra él? Nadie conoce la respuesta. La larga historia de la gripe, cuyo capítulo más nefasto quedó escrito en 1918, sin duda tiene aún sorpresas que revelarnos.